A Michel Katzeff,
que en paz descanse
y en la nube flote.
Era seguramente el verano de 1987.
O quizás el del 86 o el del 88. No lo recuerdo con exactitud. Un
junio no demasiado caluroso en un lugar cercano a Bruselas. Yo estaba
impartiendo un curso intensivo de cinco días para los alumnos de
Multiversité , para los alumnos de Michel Katzeff, sobre lo que
entonces llamábamos los Oficios Mitológicos, una versión
personal de lo que después afinaría, desarrollaría
y popularizaría Paco Peñarrubia con el nombre de Las Cuatro
Caras del Héroe (cierta visión simbólica y creativa
sobre cuatro aspectos del terapeuta, aplicable también a toda persona
que trabaja sobre sí misma).
Solíamos dar largos paseos hasta el pueblecito cercano con Michel,
a quien tenía el honor de tener como ayudante, aprovechando las
pausas del curso o mientras los alumnos trabajaban sobre las propuestas
que les iba haciendo. La verdad es que eran una gozada aquellas caminatas.
Charlábamos sobre la vida y sobre la muerte, sobre Dios, sobre
los símbolos, sobre las correspondencias numéricas y cabalísticas.
Bromeábamos, nos contábamos la vida y los proyectos que
uno y otro teníamos para el futuro. Él hacía sus
glosolalias. Yo me sorprendía contínuamente de cómo
demonios se lo montaría para caminar siempre...! con el centro
de gravedad tan bajo!.
Recuerdo todavía con emoción, una buena docena de años
después de aquello, cuando le contaba el proyecto que teníamos
con Cristina de fundar un centro de psicoterapia, formación y supervisión
que se llamaría Taller de Gestalt de Barcelona, nombre que quería
retomar por un lado la tradición artesana en la manera de hacer
y de enseñar el oficio, y de otra correspondía a la traducción
castellana del workshop inglés o del fránces atèlier,
términos que tan singularmente habían caracterizado la experiencial
manera gestáltica de hacer las cosas, sobre todo desde Esalen.
Algo "pequeño y hecho muy poco a poco..." como quería
ella. Yo siempre he sido mucho más atolondrado (como un elefante
en una cristalería, me decía una vieja "compañera").
No puedo dejar de agradecerle a Cristina, entre otras muchas cosas, su
sabiduría al definir ese enfoque en aquel momento.
"Ah, oui... –decía Michel– c’est comme le
forgeron avec son marteau, qui fait; et l’aprenti, a son coté,
qui voit..." , mientras detenidos por un tiempo interminable en medio
de la calle, gesticulaba y gritaba entusiasmado como sólo él
–un hijo de padres sordomudos que aprendió primero los gestos
que las palabras– podía hacer, al tiempo que los transeúntes
de camino a sus menesteres nos miraban con los ojos como platos, murmurando
por lo bajini algún exabrupto en francés (¡), cosa
por cierto realmente chocante para los no francófonos. Supongo
que debían pensar que éramos dos chalados –pacíficos,
eso sí– escapados de algún sanatorio psiquiátrico.
El numerito que montábamos, desde luego, era de órdago.
También le contaba el anagrama en el que pensábamos: una
manzana mordida por uno de los lados en cuyo interior Cristina andaba
dibujando dos caras, una que mira a otra que a su vez mira un cielo lleno
de puntitos, a la par que jugábamos con la perspectiva figura-
fondo tan identificatoria de lo gestáltico. Esto último
lo estábamos intentando reflejar a través del contraste
de grises entre la forma exterior de la manzana y el carozo mordisqueado
que dejaban entre sí las dos siluetas .
"La pomme cosmique... mordue!. Ah!, bon Dieu... C´est magnifique!"
, recuerdo que aullabas, querido amigo, querido maestro, mientras me abrazabas
estruendosamente y me dabas palmadotas en la espalda. Bueno, era obvio
que ambos compartíamos el carácter entusiasta, apasionado
y soñador; la gula eneagramática, vamos.
Morder la manzana, pues. Y de maestro a maestro, de manzana mordida a
aquello de que "la mejor forma de vencer la tentación es caer
en ella" . En aquellos tiempos grandielocuentes y pomposos nos contábamos
que ambos preferíamos la vía dionisíaca a la apolínea,
la vía tántrica a la vía ascética, la vía
del atravesar a la vía del contener. Hoy ambos sabemos –sobre
todo tú que ya lo debes saber todo ahí en el cielo, mi querido
malandrín– que se trata más de perder que de ganar,
más de soltar que de retener. Más, vaya, de caer que de
esquivar.
Sutil caída que supone una cesión, pero no una concesión.
Un sucumbir a la derrota (del ego conocido) mientras el testigo permanece
activo como la luz de emergencia en un apagón, asistiendo y, en
lo posible, registrando(aprendiendo de) el proceso. Caída que evoca
que el asunto principal en el Camino no es tanto la subida ("apenas
un suspiro, un instante..." ) como la bajada, a veces toda una eternidad.
Caer ahí y dejarse vencer que es dónde, como canta el trovador
"quizás empiece la playa enamorada, que no sabe de la larga
espera y abre los brazos, no fuera que la ola quisiese quedarse esa vez..."
.
Dejarse aniquilar por el arrebato del amor; en concreto de ese tipo de
amor que quema, "mata" y –¡en-cima!– engorda.
Ir pasando de crudo a cocido, permaneciendo enardecido y presente, ebrio
de pasión y sobrio de apasionamiento. Que la pasión con
Pasión se cura. Con pasión de Com-pasión: aprendiendo
a dejar bailar el alma resonando con el dolor del otro, no menos que aprendiendo
a ser ligero como la pluma, limpiando una y otra vez la excesiva gravedad
que ponemos cuando nos aferramos en exceso al masoquismo de la hipersolemnidad.
Narcisismo que no amor; cuando le ponemos demasiado bombo, vaya.
Porque quizás sea de eso, del amor, de lo que se trate en última
instancia. De ese amor que tanto me diste, Michel. Y por lo que me quisiste
y en tu honor, vaya este brindis para ti en forma de cóctel de
palabras, como un homenaje a tu memoria y a tu obra. Al tiempo que un
recuerdo inevitablemente nostálgico(¡cómo no...!)
de aquellos momentos fundacionales del Taller , tras un curso tan movido
y tan difícil como este último, en lo que a la vida compartida
del centro se refiere. Que "fe en Dios y "el culo suelto"
como seguramente te gritará un viejo amigo desde esa nube en la
que con toda probabilidad os encontrareis de tanto en vez para, digo yo,
regalarnos unas cuantas carcajadas, indudablemente beneplacitadas por
un Altísimo blancamente socarrón, por lo mucho que nos pre-ocupamos
los de abajo por nuestras nimiedades y pequeñeces.
Que El/ Ella nos bendiga a todos.
Gracias, Michel.
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